Uno se cree imbatible, capaz de medir lo infinito y atesorar lo insondable. El paso del tiempo nos tiende estas celadas, encubiertas bajo el alegre manto de la experiencia que asumimos tener aunque en realidad, la mejor de todas es la que aún no hemos sufrido. Puesto que la edad no tiene retroceso, nos obliga por fuerza a mirar en lontananza.
Es lo que algunos llaman resignación, yo jugando un poco a ser listo prefiero tildarla de «reasignación». Así eludo mi responsabilidad con el porvenir de forma elegante y pretendo ser, como en la Línea 5 de cualquier hexagrama del I Ching, «un sabio que se aparta del mundanal ruido».
Consulté por primera vez el Libro de las Transformaciones en el verano del 81. Utilizando el método occidental de las monedas, le hice cuanta pregunta pasó por mi mente sobre mi propio futuro, el de mi familia y el de mi país, con la obligada interrogante sobre el fin de la dictadura. Algunas se repitieron hasta el cansancio en busca no de la verdad, sino de lo que yo esperaba oir.
El oráculo, sin embargo, se mostró inmutable. Fiel a su condición esotérica, nunca brindó una respuesta precisa, sino que, para mi irritación y la de algunos amigos sumados casualmente al ejercicio de adivinanzas, jamás dio su brazo, o mejor dicho sus páginas, a torcer, y por el contrario, nos remitía incesantemente a buscar las respuestas en nuestra propia interpretación de sus palabras.
Tras más de tres horas de esfuerzos infructuosos por forzar nuestro propio destino a las veleidades de un libro, los cinco aprendices de hechicero decidimos pasar a otros menesteres más reconfortantes como consumir ron escuchando a Janis Joplin. Al final de la jornada, se impuso el nihilismo de «tomorrow never happens, it’s the same f…ing day», sobre la promesa de un futuro tan impredecible como nuestra propia existencia.
Sucedió en agosto en el portal de mi casa en Santos Suárez, y como era de esperar, el destino nos llevó por diferentes derroteros. E.P. terminó de informante alcohólico de la Seguridad del Estado; R.R. de Ingeniero con carnet de un Partido sin comunistas; M.S. de ex funcionario «quedado»en Miami: J.G. de médico con un mundo a cuestas en La Habana y yo; de eterno contestatario aún buscando el sentido de mi existencia.
Al repasar este evento en lontananza, de cara a la visita de Benedicto XVI a La Habana, otro fenómeno enmarcado erróneamente en el campo de las soluciones esotéricas, encuentro que el destino de cualquier persona, y por añadidura de cualquier nación, no yace en la supuesta magia de un libro o la pretendida Santidad de una persona. Se forja en base a decisiones precisas y concretas de cada cual, muchas de las cuales se traducen en resultados que nos acompañan, o nos persiguen, durante toda la vida.
No por gusto el más renombrado de todos los artificios de adivinación, el Oráculo de Delfos, tenía a su entrada una inscripción que rezaba: Nosce te Ipsum («Conócete a ti mismo»). Cuando aprendemos a conocernos a plenitud, con todos nuestros errores y aciertos, no hacen falta libros o seres iluminados para avizorar el destino.
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